lunes, noviembre 22, 2004

UN CONOCIMIENTO DE PEPE HIERRO



No es posible dejar pasar esta oportunidad, este acontecimiento literario, sin tomar un momento el bolígrafo y la máquina y escribir, casi por última vez en este número 17 de REY LAGARTO (el final de las páginas está cerca), el nombre de José Hierro. La falta de tiempo por el urgente cierre del número y por otros factores que no vienen al caso, no me ha permitido elaborar el estudio que tenía previsto publicar aquí; quizá lo alumbre en un próximo REY LAGARTO porque no hacen falta números especiales ni extraordinarios para ello.


Yo no soy amigo personal de Hierro, tan sólo “conocido”. Los acontecimientos lo han querido así. Pero soy su admirador. En persona le he visto tres veces.


En 1985 asistí a un curso superior de filología hispánica, dedicado a la poesía social de la postguerra, que dirigió el profesor Víctor García de la Concha en la Universidad de Verano de Salamanca; en el programa había varias lecciones magistrales, con algún coloquio, de las que guardo sabrosos apuntes que en su día me fueron útiles y que hoy son un placer y un recuerdo excelentes. La conferencia del profesor Ricardo Senabre -aparte las de D. Víctor- y el recital que nos dio José Hierro, fueron lo más exquisito del programa realizado (del no realizado se me quedaron las ganas de asistir a un anunciado recital que Gabriel Celaya no pudo llegar a pronunciar por motivos de salud). Aquella -esta- voz aguardentosa y caliente, el desgranar versos como chorros de vida, de ritmo y de rapsódico misterio, me envolvieron y salí al verano salmantino tratando de respirar más hondo. Era la poesía tridimensional: en la cátedra, recitando, D. José les daba tres dimensiones a los bidimensionales papeles en que yo, hasta entonces, le había degustado.


Las otras dos veces fueron parecidas y diferentes. Una en “Tribuna Ciudadana”, en Oviedo, donde su palabra elevada no pudo, por razones ajenas a ella -exceso de un público lleno de curiosos más que de entendidos, ambiente tibio, poco comparable con la inmemorial capital castellana-, atarme a la magia con que me dominó después. Y la última, por el momento, hace mucho menos tiempo, en el Salón de la sociedad “La Montera”, de Langreo, donde, por mediación de Julio José Rodríguez Sánchez, pude saludarle. Conocido así, de cerca, afable, monstruo tierno y calvo que derrocha energía y buen humor, Hierro se transfiguró. Era, y a la para ya no, el santo que me había descubierto las nuevas dimensiones de la palabra, años atrás, en los frescores de los claustros salmantinos. Ahora era, además, un ser humano, un hombre de carne y sangre con el que se podían intercambiar palabras. Pero la conclusión fue la lógica: hombre y poeta, poeta y hombre, son indisolubles -se sabe de verdad cuando se comprueba-. El universo en el que viven y crean es uno y el mismo. Son, tienen que ser, el uno para el otro: así es como se produce la maravilla, y créanme que ha de ser difícil.


Espero que Pepe me perdone. Primero por llamarle “Pepe”, con una confianza atrevida. Segundo por no saber tratarle con el rigor que un poeta de su talla universal se merece y dedicarle estas líneas escuetas, en lugar el trabajo que el tiempo me ha impedido, por ahora, terminar.


Artículo de Francisco J. Lauriño
(Publicado en el número 17, año V, 1994 (I) de Rey Lagarto Literatura)