martes, junio 07, 2005


El recuerdo de Marosa Di Giorgio, poeta entre poetas. Por Roberto Echavarren.


Delmira Agustini, Concepci�n Silva Belinzon, Amanda Berenguer, Idea Vilari�o: he aqu� algunas de las mujeres poetas del Uruguay. Junto con otras, forman un contingente numeroso si se lo compara con el de los hombres poetas durante el mismo per�odo, es decir, una buena parte del siglo XX. No es que estas mujeres tengan algo en com�n, ni que reconozcan ellas mismas filiaciones comunes. La legislaci�n liberal (ley de divorcio de 1906) y el hecho de que la mayor parte de la poblaci�n (m�s del ochenta por ciento) viva en ciudades son factores que deben haber contribuido a esa eclosi�n de la escritura femenina.

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Por Roberto Echavarren

Marosa Di Giorgio empez� a publicar en los a�os cincuenta. En 1979 la editorial Arca, de Montevideo, reuni� sus libros anteriores bajo el t�tulo "Los papeles salvajes". Despu�s aparecieron otros vol�menes, hasta que una edici�n en dos tomos, incorporando esos materiales, fue publicada con el mismo t�tulo por la editorial Adriana Hidalgo de Buenos Aires, en 1999. Poemas en prosa, vi�etas, narraciones breves: el conjunto de la obra de Di Giorgio pertenece a un g�nero dudoso. Narraciones m�s largas o "cuentos" siguieron, con dos t�tulos: "Misales" y "Camino de las pedrer�as". Y tambi�n una "novela": "Reina Amelia". Su �ltimo libro es "Rosa m�stica".

Es notoria en Di Giorgio la cohesi�n, la continuidad del tono, de los procedimientos y el material anecd�tico.

Algunos rese�istas se han rebelado contra la consistencia de esta obra. Han acusado a Di Giorgio de repetirse. Pero explorar un territorio, el registro de variantes de una manera, puede ser aqu� el s�ntoma perentorio de un poder.

Su obra tiene muy poco que ver con los programas o proyectos po�ticos que se consideraban v�lidos en el Uruguay de los sesenta, cuando prevalec�a una poes�a coloquial y "comprometida" cuyas huellas todav�a arrastramos y que ofrece tanto entonces como hoy las marcas pat�ticas de su insuficiencia: un llamado de urgencia c�vica, afincada en l�mites convencionales y "correctos", no ten�a en cuenta el gran cambio que se hac�a patente por entonces a partir de Estados Unidos y de Inglaterra: una nueva pol�tica de minor�as, de exploraci�n de sustancias, y de un eros no identitario, que se filtraba en gran parte a trav�s de la m�sica y de los estilos visuales asociados con la m�sica.

Frente a la poes�a coloquial y simplista que tuvo su auge por entonces, en Di Giorgio aflora una conciencia muy aguda del artificio, de la extravagancia, la burla y los disfraces. Lo familiar, en su obra, aparece como no familiar, an�malo y monstruoso.

Si el momento fuerte de la poes�a oriental escrita en castellano fue el modernismo, con Delmira Agustini y Julio Herrera y Reissig, la poes�a oriental escrita en franc�s ya hab�a tenido su momento culminante en la segunda mitad del siglo XIX. Isidore Ducasse (Lautr�amont) y Jules Laforgue, gracias al hecho de escribir en franc�s y de pasar una parte de sus cortas vidas en Europa proyectaron sus trayectorias no s�lo sobre el modernismo hispanoamericano que intent� digerirlos, sino sobre el simbolismo y surrealismo franceses y, en el caso de Laforgue, sobre el modernismo angloamericano de Ezra Pound y T.S.Eliot. No me propongo trazar un �rbol geneal�gico de Marosa di Giorgio sino alumbrar las relaciones laterales, las afinidades electivas con quienes podemos considerar sus "precursores".

De Lautr�amont, Di Giorgio hereda los rasgos animales o inhumanos, a ratos feroces, el t�te a t�te con lo "divino", las transformaciones vertiginosas del yo l�rico y de cualquier otra presencia o interlocutor, y la insensatez de un deseo sin cortapisas, intenso o violento, hereje y blasfemo, que tiene su campo de realizaci�n en el hecho mismo de la escritura, no en la "realidad" de un referente objetivo. De Jules Laforgue, Di Giorgio hereda la pantalla complementaria de la luna, la superficie intocable sobre la que se reflejan los objetos plat�nicos de su virginidad, un apetito de insatisfacci�n, im�genes contempladas por un prisionero en una caverna, bajo la luz de una linterna m�gica: eso era y no era.

La experiencia (in)significante

Los textos de Di Giorgio son h�bridos: est�n invariablemente construidos como peque�os poemas en prosa que, al encadenarse en una serie aleatoria, sugieren una novela po�tica. Pero es una novela fabulosa que derrota las expectativas antropom�rficas. Lo que se anticipa, lo que ocurre, no es previsible seg�n una perspectiva humanista o humanizadora. No suceden cosas entre los hombres (o entre los hombres y las mujeres) sino entre el yo l�rico y animales, plantas, o seres indefinidos o inventados, en un tono vehemente y categ�rico que da a la ficci�n un cariz alucinante. No se manifiestan sentimientos subjetivos, sino afectos impersonales, fuera de las conveniencias, de lo veros�mil de una identidad o de un estatus, fuera en rigor de las modalidades intersubjetivas previsibles.

En esta m�mesis inhumana leemos que ciertas luces "brillaban con furia, con desesperaci�n." La furia subraya la intensidad de la experiencia, cercana a un tope irresistible, y la desesperaci�n sugiere una gratuidad insignificante. A pesar de ser intensos (furia) esos brillos no alcanzan a decir nada: lo �nico que pueden hacer es brillar en la inminencia de una revelaci�n que no ocurre. El brillo implica una profec�a que no llega como significado, no llega a tener significado. Espera constante: ocurren hechos que no terminan de entregar su secreto y el testigo, o quien experimenta -un pronombre personal que transita un borde roto de experiencias an�malas- por lo com�n no puede hacer nada con respecto a las experiencias o fen�menos, ni huir de ellos ni detenerlos o modificarlos.

Aunque hay intentos ret�ricos de un yo, intentos de huir y de no poder hacerlo, como en los sue�os, como en los dilemas y la angustia de las pesadillas que articulan nuestro deseo m�s real, que nos hacen reales, m�s reales que en la vigilia. A veces hay peque�as modificaciones acotadas: "Con todo, me alej� un poco." Pero "qued� prendida a no s� qu� y a nada." El no s� qu�, la serie de brillos, se prenden y se apagan, intermitentes, entregan un parpadeo fuera del ser y la sustancia, una mirada flotante que convoca e inmoviliza.

Las homofon�as

Si -en los escritos de Di Giorgio- se juega con aliteraciones, con homofon�as significantes, a partir del parecido sonoro surgen unas de otras las palabras, como alternativas homof�nicas, para quebrantar y desconcertar la direcci�n predeterminada de sentido. Los tropezones revocan la ilusi�n de que el referente sea inequ�voco; el narrador, el visionario, vacila al reconocer los elementos de la visi�n, las im�genes son incompletas o fluidas, se modifican al elegir las palabras que las describen; esas figuraciones indecisas se desprenden de la letra misma. M�s que describir, se nota que el narrador va escogiendo (o perplejo no puede escoger) entre parentescos sonoros; as� peligra la continuidad meton�mica de las escenas.

Las homofon�as, como el chiste seg�n Freud, liberan de repente cierta energ�a, intiman un disfrute euf�rico. Del discurso embotado se pasa de repente, a trav�s de sustituciones p�rfidas, no a un significado, sino a un aura de esclarecimiento y goce. Filtra los rayos que exaltan una voluptuosidad redescubierta. "Comedores, corredores", "huesos, huevos", introducen la duplicidad, traicionan una experiencia vacilante, proyectan el fragmento como una cascada fuera de foco:

"And�bamos por los oscuros comedores, corredores, y alg�n fugaz visitante sexual era atendido, o evitado, y clavelinas, tenebrarios, tenebrarios, clavelinas, y m�s cosas."

Las homofon�as revelan que no hay sustancias, sino efectos superficiales del significante. El brillo apela pero no conoce de seguro el nombre de lo que llama, como una mirada desaf�a al testigo para que la defina. El brillo, la mirada, deslumbran, dan cuerpo a la experiencia, aunque no la expliquen. Las homofon�as marcan el m�ximo esfuerzo de atenci�n hacia un enigma moment�neo, la atm�sfera de un encuentro.

El espacio

�C�mo se distribuye aqu� el espacio? Lo que est� dentro est� fuera y viceversa. Los milagros ocurren dentro y fuera de las casas. No hay un ordenamiento categorial definitivo del espacio. M�s que identidades, personajes y lugares, se experimentan climas, pasajes, ingredientes de una tormenta, una hora del d�a, velocidades y pausas. Al no subjetivarse, los afectos no oponen un dentro y un fuera, un interior org�nico y sentimental, y un exterior objetivo. Intervienen quir�rgicamente a la narradora para extraerle las mismas cosas que, desde fuera, la acechan (cuerpo o mirada). Un �ngel, despu�s de una vertiginosa serie de transformaciones, regresa al "alma" de la narradora, de donde hab�a salido, y muere. Viene de la nada, de un interior invisible, y vuelve a la nada. No hay sustancia, ni un testigo con otra identidad que las vicisitudes circunstantes. Y no es posible huir porque el perseguido y el perseguidor est�n contagiados uno del otro, son inseparables.

El neutro, el otro

El yo intenta a veces, pero in�tilmente, separarse de una dudosa amenaza o una violencia. Ese yo sin embargo tambi�n es violento a veces, por ejemplo cuando come un sargo que est� vivo y que lo mira, pero casi nunca es responsable de las violencias. La agresi�n er�tica no se atribuye directamente al yo, ni siquiera a un hombre (o a una mujer), sino m�s bien a otro animal. La violencia es er�tica, el erotismo violento, pero no se describe un coito entre hombres, sino entre doncellas y tigres, entre un diablo o un lobo y alguien m�s, que es a veces el yo femenino, victimizado de una extra�a narradora.

Cuando el yo ataca es casi siempre en tanto que otro: cuando acecha y devora a un "ni�o de muy breve edad", se pone el "disfraz de lobo, el disfraz de le�n, los lentes de mariposa." Un yo disfrazado de le�n disfrazado, o de inc�gnito bajo los lentes oscuros de la mariposa, bajo una m�scara seductora. Pero a veces el perseguido persigue al perseguidor. Es como si la violencia fuese intercambiable, reversible, e imparable. El cuerpo violado y expuesto en el cielo del poema es una verg�enza difamada, una verg�enza hecha visible por sorpresa, desde lo oscuro. Al devenir animal o planta, el relator se libera de la culpa paralizante que infligen las instituciones, la familia en primer lugar. A trav�s de los ojos inhumanos de otro animal, contempla una verg�enza inocente.

La tercera persona -seg�n Maurice Blanchot- es el neutro, la no-persona, la persona despersonalizada, el borde an�malo de un recorrido(1). Atacar y ser atacado son los v�rtices de un goce vivido como tortura o crimen, cuando "otro" vive jugando con la muerte de alguien. La voluptuosidad de una violencia, la sospecha de un prodigio crecen, se despliegan cuando la culpa no reprime a un yo responsable. No siempre se indica qui�n mata, qui�n muere, ni siquiera si alguien muere. Un asesino an�nimo mata las vacas, y es una violencia repetitiva, que vuelve cada d�a. La violencia, viva y aniquiladora, es una exaltaci�n an�nima, recurrente. Esta experiencia impersonal postula la resurrecci�n, tambi�n impersonal, cuyo corolario es: "No s� si morir�."

Siniestro, sublime

Aunque el yo l�rico resulta generalmente impotente para alterar la circunstancia, est� lejos de contemplar impasible los fen�menos que lo acosan. Se sorprende, se asusta, tiene reacciones parangonables con las descritas por Freud cuando busca caracterizar la experiencia de lo no-familiar, de lo extra�o descubierto en lo familiar, algo que seg�n nuestra concepci�n adulta del orden del mundo o de las leyes del cosmos no podr�a ocurrir y sin embargo ocurre. Lo difunto-vivo no es ficticio sino que, no siendo cierto ("y levemente no era cierto," escribe Di Giorgio) se contagia de certidumbre. Aunque los resultados no son "ciertos", los devenires son reales. Los contagios son devenires e intensidades reales de un cuerpo. Hay vida en la muerte: los dos estados se comunican, los procesos de aniquilamiento resultan escandidos por sorprendentes resurrecciones. Y entre el terror y el placer, el goce es indiscernible de la angustia.

Una de las aventuras euf�ricas en Di Giorgio es la del vuelo. Es una posibilidad olvidada que resurge. Es una convicci�n infantil descartada por el adulto. El devenir ni�o y la experiencia de lo siniestro se implican, lo que anta�o result� familiar es vivido por el adulto como no familiar: "Olvid� el primer vuelo. Lo recordaba apenas, y volv�a a olvidarlo." Ni la familia ni la escuela logran destruir esta funci�n, un modo de percibir con sus bandas de luz vibrante.

Pero en Di Giorgio la experiencia fant�stica suele aparecer como una condena m�s que un beneficio, un acontecer irremediable que atenta contra cualquier equilibrio y tranquilidad: "Yo qued� harta de esa repetici�n, reverberaci�n." Es siempre una tentaci�n insensata, implica una inquietud, un peligro. Dentro de esta po�tica del desastre y la acentuaci�n de figuras de ambici�n excesiva y autodestructora, tampoco hay una distinci�n valorativa entre fuerzas del bien y del mal, entre dios y el demonio. Queda claro en cambio que las gratificaciones no son literales. El men� de los relatos de Marosa consiste en manjares apenas comestibles, escasamente alimenticios, incapaces de calmar el apetito. El objeto del deseo -en contraposici�n al apetito liso y llano, al hambre aplacada por la saciedad despu�s de haber comido- es fugaz, inasible, insatisfactorio, una gozosa tortura.

En este aura parad�jica el colmo es que la luz del sol y la luz de la luna parezcan una, la misma. Un libro de poemas de Jules Laforgue lleva el t�tulo �Imitation de Notre Dame la Lune�: all� se postula la victoria de la luna sobre el sol. Sobre la pantalla de proyecci�n inasible de la luna aparecen cosas que no gratifican, porque resultan tan intocables como ella. En contra de la luz del sol, plenamente f�sica, que nutre las funciones org�nicas, la luz de la luna adquiere una contundencia equivalente ("Por un segundo la luz lunar y la del sol parecen una") pero de �ndole opuesta: alimenta un deseo de insatisfacci�n.

Los brillos se captan como miradas: "La lamparilla roja andando, toda mi larga infancia, mir� a todos, y a m� m�s que a ninguno, como si quisiera ense�arme un secreto muy antiguo y una cosa abominable." El yo descubre que lo est�n mirando, pero esta mirada que recae sobre �l es ciega, de "ojos sesgados y blancos, sin iris ni pupilas." El yo es captado por una mirada que no mira. En esa inquietante reverberaci�n entre lo animado y lo inanimado, el punto de emanaci�n del sujeto, otro en la mirada que no mira, da lugar a un trastrocamiento de los pronombres; una experiencia equivale a otra, pero es contada desde un punto de vista inverso: soy la Virgen; veo la virgen; soy la mariposa, veo la mariposa: avatares de un cuerpo en escritura.

Los personajes "cristianos" como la Virgen o las v�rgenes, no son en verdad referentes mitol�gicos inequ�vocos, sino m�s bien soportes precarios de aconteceres y ubicuas fosforescencias. Y la "madre" -quiz� el �nico referente que puede pretender una funci�n de personaje- es ambigua, contradictoria. Por una parte se presenta como censora, exige decoro, silencio, comportamientos dignos o serenos; por otro sugiere que la censura es una broma perversa, un mal�fico chasco, una estratagema: se hace c�mplice de las transgresiones o fechor�as. La madre ve -aunque en ocasiones simula no ver- prodigios vegetales o animales y es un prodigio ella misma, fragmentada por ejemplo en mil ojos: "ella parece re�rse sola y reaparece otra vez por todas partes."

Los protagonistas no son personajes, sino m�s bien acontecimientos (un viento, una helada) que toman la figura transitoria de caracteres. Se combinan y se diferencian bajo el efecto conminatorio de un "recuerdo" que resulta una invenci�n: las composiciones de Di Giorgio suelen arrancar de una pretendida evocaci�n del pasado para convertirse en una anticipaci�n del futuro: la inminencia de una revelaci�n o un desenlace que no llega. Algo habla, nadie habla. Espor�dicas, intermitentes r�fagas o harapos de voces se atribuyen a los soportes menos veros�miles, constante prosopopeya que revela "un murmullo incre�ble en cada cosa." No apunta a un m�s de significaci�n, sino que se tambalea y bordea siempre un menos, un borramiento. El simbolismo corroe, como en el intento fracasado de Baudelaire (soneto de las "Correspondencias") un plan de clasificaci�n que sucumbe en una mezcla de perfumes.

La chacra, el jard�n, el huerto, est�n poblados por frutos reales e irreales, animales reales e irreales, personajes reales y ficticios, familiares, extravagantes, mitol�gicos (la Virgen, el diablo, la hija del diablo, Dios, las hadas), singularizaciones de una experiencia interior-exterior, en contrapunto. El sujeto son las cosas que asaltan como mirada. Esta reificaci�n vivificante (devenir animal o cosa) es un ant�doto contra la identidad forjada por las expectativas de la familia y el trabajo. Los roles resultan una comedia de costumbres agujereada por asombrosas anomal�as. Un imperativo absoluto pero vac�o se concreta, espont�neo, en cada caso, a trav�s de dictados que articulan miradas n�mades de insoportable intensidad. Universo de pronombres y jerarqu�as intercambiables, juego de amenaza on�rico y cham�nico en contraste con un contexto positivista y est�ril de consignas y compromisos, cuando no de mero realismo inane, la obra de Di Giorgio no solicita el consenso de ning�n mandarinato.

El yo, en Di Giorgio, es la esquirla de una cat�strofe. El yo es apenas un enganche sorprendido por las miradas, una paja que flota y ni siquiera tiene un deseo que pueda llamar propio. El deseo implica aqu� el conjunto del universo o m�nada, aunque en cada caso, en cada l�nea, est� sustituido por un significante particular. Los girasoles son las caras del deseo. Entre el sol y los girasoles media el cosmos, que tambi�n desea. El yo no tiene cara: es mirado por mir�adas enceguecedoras, pero no uniformes, no indiferentes. Las millon�simas vegetales y animales no emanan de un acto de voluntad del yo. Pero atenderlas es un imperativo de abandono, un acto deliberado de abandonarse a la experiencia de una boda hermafrodita.

El coito, cuando ocurre, suele ser autogoce y autofecundaci�n, "casada consigo misma". Las actividades complementarias del hermafrodita transitan los pronombres: "ellas" por ejemplo. Y es as� que alcanzan la culminaci�n del gozar: "en el amor, a solas, retorcerse hasta morir." Las fecundaciones suelen no tener que ver con los �rganos de la reproducci�n: m�s bien ocurren por contagio, contaminaciones a�reas como la fecundaci�n de las plantas a trav�s de insectos que liban y depositan sustancias en los c�lices, coincidencias m�gicas, magnetismo, simpat�a, efluvios e influjos a trav�s de los que "se reproducen sin tocarse." El caracol es el "se�or y la se�orita", "Hermes y Afrodita", una instancia din�mica del influjo y del complemento subjetivo-objetivo. El autogoce, filtrado por el rejuego de los procesos, es una experiencia furiosa, desesperada, pero tambi�n omnipotente.

La intensidad

En una entrevista, Di Giorgio declara: "Tengo siempre, como cosa permanente, una inquietud que me lleva a registrar todo lo que pasa. Siempre ansiosa -no me sale otra palabra- siempre esperando que eso transcurra. Siento que estoy constantemente m�s acelerada que los aconteceres. Hay dentro de m� un tic tac permanente, un alerta constante."(2)

Un exceso de atenci�n, una extraordinaria intensidad de atenci�n: el tiempo, bajo este examen, se abre a otro tiempo m�s detallado, a la cr�nica de lo que antes quedaba sincopado, prisionero en los pliegues, impl�cito en la secuencia de un tiempo "normal." Di Giorgio usa sus sentidos como los instrumentos de un virtuoso. No se trata de un instrumento, sino de muchos. Se trata de nombrar lo que ocurre en el instante, las destilaciones de energ�a que transfiguran todo. Como di�stole y s�stole, podemos notar un doble movimiento aqu�, no de un yo, que es un enganche convencional de los procesos, un soporte precario para la expresi�n, sino de un cuerpo que escribe y sobre cuya piel se escribe; un doble movimiento de sustracci�n y de reinserci�n: sustra�da de lo familiar e insertada en lo mismo, pero ahora extra�o: "Fue como si hubiera sido sustra�da del mundo y reinsertada de otra manera."

Todo cambia de forma, pero no por capricho, sino por un proceso de fuerzas m�s libre y por una atenci�n m�s concretizada. Cuanto m�s claro se ve, menos estable ser� la imagen. Donde todo parec�a quieto y definido, se comprueba de pronto, al prestar una atenci�n distinta, que todo est� en movimiento. Las antenas est�n alerta frente a las vicisitudes vibratorias. Todos los poros, todos los esf�nteres, est�n abiertos y son libados por s�cubos e �ncubos. Cualquier est�mulo puede oficiar de agresor er�tico: una voz por ejemplo, descarnada, sale de un ropero y vuelve a �l despu�s de haber ejecutado varias acciones. Las composiciones de Di Giorgio trazan as� un vasto matraz de alternativas, equiparable, aunque con otros recursos narrativos y en otro tono, a las �Metamorfosis� de Ovidio. Di Giorgio no depende de la tradici�n mitol�gica grecorromana, sino de una experiencia campesina en un terreno de interminables transfiguraciones, al margen casi siempre de un entorno urbano o suburbano.

�Misales� y �Camino de pedrer�as� contienen composiciones m�s largas. El elemento narrativo, siempre presente en su obra, se vuelve m�s sostenido. Esto podr�a indicar una transici�n hacia personajes m�s s�lidos, caracteres. En parte ocurre as�, pero s�lo hasta cierto punto. Las hembras pueden ser animales. A veces s� son mujeres, aunque extravagantes. Los hombres casi no existen. El impulso er�tico es encarnado por agentes concebidos como medios para definir la sensaci�n, causas inventadas para justificar los impactos.

Los asedios er�ticos suelen ser considerados bajo el lente de una causalidad siniestra y calamitosa: "Indudablemente yo ten�a un aura para atraer a los machos de todas las especies. Pero �que eso se terminase, por fin!" S�lo hay devenires que responden a una intensidad recurrente, a una frecuencia compulsiva. Los referentes sociales -el padre, la madre, la escuela, el novio, la boda- aparecen, no son rechazados, pero sufren alteraciones que los enrarecen, en un nuevo espacio trasmutado, junto a elementos nuevos e imprevistos. El trance amoroso ofrece la mayor intensidad y el mayor peligro, una dosis de sobre-est�mulo que afecta como lo m�s real de todo, que culmina en la devoraci�n.

Atisbos de "novela"

Las mujeres en Di Giorgio invariablemente ponen huevos, como si genotipo y fenotipo coincidieran, como si en cada individuo se recapitulara el desarrollo de las especies vegetales y animales. Las narraciones, que ensamblan lo humano con todas las formas de vida en un bestiario, podr�an llevar el t�tulo gen�rico "Vida sexual de las especies", s�lo que no se trata aqu� de hechos positivos y comprobados, sino de pretextos para situaciones en rigor inventadas pero "sentidas" como reales.

La escritura de Marosa< responde a una inspiraci�n autista. Se extrapola como un delirio sobre la relaci�n entre hablantes y los secuestra. Sin embargo Di Giorgio escribe una "novela", �Reina Amelia�. Aqu� el personaje de Lavinia parece bajo cierto aspecto el m�s cercano a la autora, algunas pistas permiten considerarla su alter ego. Lavinia tiene un reloj interior que hace tic-tac, como aquel que la autora confiesa, en la entrevista citada arriba, contener dentro de s�; un tic-tac aut�nomo que poco tiene que ver con el tiempo de los procesos de relaci�n. No ocurre un choque con lo real intersubjetivo y sus demandas duras. Los personajes de Reina Amelia son, a lo sumo, arquetipos de leyenda. Lavinia encarna aqu� la met�fora maestra: la mariposa.

El nombre de pila de la autora indica, re-plegado, lo que el nombre del insecto despliega. Lavinia "trabaja": est� "empleada" de mariposa; las ni�as la admiran y aspiran a parec�rsele. Representa en su funci�n un aparato exhibitorio: "Era sabido: se�ora Lavinia con nadie hab�a intimado; s�lo con los Brillos, de los que sufr�a un apetito feroz." Bajo la luz cenital de la luna, ese rival inveterado del sol, Lavinia -un Pierrot lunar en el estadio del espejo- se ve reflejada en el estanque del pueblo.

Las posibilidades l�bricas tienen lugar casi siempre en el "bosque", al margen de la vida urbana y los c�digos de relaci�n que all� se imponen, un bosque liminar y dionis�aco que la reina manda quemar. La reina funda un orden matril�neo: madre-hija, reina poderosa y s�bdita subyugada y martirizada. Una prohibe y controla, la otra experimenta subrepticia, con vaivenes c�micos o terror�ficos, un goce libidinoso. Desir�e, mujer perdida y condenada a la cruz, coexiste con la reina Amelia, que la condena. Al condenarla, como en los relatos fant�sticos del doppelg�nger, muere ella tambi�n. Los opuestos enemigos est�n imbricados: son instancias ps�quicas de una auto-organizaci�n.

Si el fetiche se puede robar, a despecho de Carlos Marx, con la mirada, como apunta Felisberto Hern�ndez en su cuento "El cocodrilo", su fruici�n, como demuestra Di Giorgio, es aut�noma. Su valor de uso depende de la intensidad y libertad con que nos abandonemos a la experiencia, en un lugar visionario de escritura. El vitalismo de Di Giorgio es auto-reproducci�n, un "m�s vida," compatible con un recurso a la memoria de la infancia.

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Notas a Marosa di Giorgio:

(1) Cf. Maurice Blanchot, "La voz narrativa", en El di�logo inconcluso (Caracas: Monte Avila, 1970). Traducci�n de L"entretien infini (Paris: Gallimard, 1969).

(2) "Nocturno", entrevista con Marosa di Giorgio, por Mar�a Ester Gilio, en Brecha, Montevideo, 13 de junio de 1997.
Agencia Asturiana Informal de Noticias