miércoles, abril 20, 2005


Valentina en la Ciudad de la Vigilancia

X. Andrade
* publicado en El Universo como editorialista invitado, con modificaciones menores, agosto 25 de 2004, p. 12A.

Para construir sentidos de consenso entre los ciudadanos comunes, el poder opera no sólo mediante discursos mediáticos o jornadas electorales. Lo hace, fundamentalmente, practicando algunas artes coreográficas. Por ejemplo, cuando un malecón o una plaza guardan rigurosas reglas de etiqueta -las mismas que regulan la conducta de los visitantes mediante rótulos, silvatos y miradas- nuevas formas de ciudadanía y de apropiación restringida del espacio público son impuestas.
Una semana atrás, llevé a Valentina al diminuto parque infantil que queda en la sección renovada del Estero Salado, al pie de la Ciudadela Ferroviaria. Durante un par de horas, jugué con la niñita entre toboganes y guinguiringongos. Recordando al ver su sonrisa mi propia infancia en parques en donde me movía prácticamente sin restricciones, noté en su conducta tres elementos que contrastarían nuestras propias experiencias: la presencia de guardianes privados armados, los altoparlantes que aireaban música y cuentos simultáneamente, y la falta de agua pura para satisfacer nuestra sed. Disciplina corporal y visual, auditiva y gustativa constituyen, pues, elementos claves en la emergencia de una novel cultura cívica: la del orden y la subordinación, o sea la de la “regeneración urbana”.
Los tiempos de parques y plazas libres van desapareciendo. El cuerpo, la visión, el oído, en espacios semipúblicos como éste, son vigilados y normados. Valentina, por ejemplo, pudo hacer uso lúdico solamente del reducido espacio de los juegos, mientras que mi persona, fui advertido, debía sentarme sólo en ciertos lugares y de determinadas maneras. Prohibido recostarme para cerrar los ojos, restar, soñar, ver los pájaros en los árboles o admirar el cielo. Prohibido también sentarme con pies descalzos sobre las bancas aunque no causara daño alguno a los bienes públicos. En determinado momento, la niña posa sus ojos sobre el arma del guardia. Hay cuatro de ellos en los alrededores, el doble de los infantes que en ese momento juegan. Sus radios de mano y silbatazos la asustan con ruidos todavía incomprensibles. Crecerá familiarizada con una estética paranoica y entorpecedora: armas, advertencias constantes, y el muzak que combina canciones genéricas con el relato de cuentos infantiles alienantes.
El sol es canicular y busco agua embotellada para refrescarnos. Imposible tarea. Los quioscos disponen, en ese momento, solamente de gaseosas y comida rápida, esto es, plastificada. No quiero que ella, desde su infancia, se vea sometida a dietas nocivas ni tampoco a discursos uniformizantes. Sin embargo, son las únicas ofertas en las recientes versiones del espacio público. Sedientos, debemos cruzar el puente e ir al sector principal del Malecón del Salado, un estruendoso comedor con las bancas dispuestas hacia adentro para que, curiosamente, los visitantes admiren a los comensales y no al paisaje acuático. Pobre niña mía, le esperan represión, corrupción y violencia a su curiosa inocencia: un vendedor ambulante con su cajón de helados producidos domésticamente se acerca a la verja cuando es atrapado. El se halla en la vía pública ofertando su mercadería. Sin embargo, dos guardias se le acercan y lo amenazan mientras el hombre defiende su derecho al trabajo con plegarias y un par de sus propios helados. Tapo los ojos de la criatura para distraerla como si en un juego, como si este parque fuera una experiencia propiamente lúdica y educativa y no un controlado simulacro. Ríe, Valentina, libre, que cuando sepas de mi engaño sabrás ya disculparme. Privatizarán también al Estero bajo la retórica del turismo ecológico, pero no tu sonrisa ni tu voz que, poco a poco, irán aflorando.

Foto: Gonzalo Vargas. AL IGUAL QUE LA MUERTE DEL CENTRO SON ENSAYOS DE Xavier Andrade. Para AGAIN desde El Entrego por gentileza de EXPERIMENTOSCULTURALES.COM
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