martes, diciembre 19, 2006

Oswaldo Guayasamín, pintor de Iberoamérica. Por Jorge Enrique Adoum.




Neruda había dicho de Guayasamín: “Pocos pintores de nuestra América tan poderosos como este ecuatoriano intransferible”. Día a día, a lo largo de más de siete años y en millares de cuadros, murales, dibujos, acuarelas, grabados, esculturas y monumentos, llegó a ser un latinoamericano intransferible. Hace ocho años en esta ciudad (La Habana), recordaba yo cómo, orgulloso de su tradición y de su origen, Guayasamín dijo en numerosas ocasiones que venía pintando “desde hace unos tres o cinco mil años, más o menos”; dije que lo entendía en el sentido de que, por universal que fuera su arte, y cualesquiera que sean nuestras preferencias o prácticas estéticas, la púa en torno a la cual giraba su pintura se hundía cada vez más en esta tierra.

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Por Jorge Enrique Adoum

Desde su humanismo indígena pudo ver la inmovilidad de América Latina, del altiplano al Caribe y el Atlántico, como entorno natural del indio, el negro y el mestizo, con quienes recorrió El camino del llanto. Luego vio a las víctimas que dejó por todo el mundo la estupidez armada: las mujeres llorando por los hijos o el marido caídos en la Guerra Civil de España, los esqueletos caminantes de los campos de concentración, los pedazos que quedaron después de la matanza de Sabra y Chatila […] y todo cuanto ha hecho de nuestro siglo perverso la edad de la ira. Y señalaba cómo, iberoamericano intransferible, tras haber dado testimonio acerca de la Conquista y otros sufrimientos, pintó también la primera batalla por la segunda independencia en Playa Girón. Más tarde, en los murales del aeropuerto de Barajas, en Madrid, puso a Atahualpa, Bolívar, Martí y Neruda hermanados con Bartolomé de las Casas, Cervantes, Unamuno y Picasso. Unos diez años después tuvo que dedicar su cuadro “Lágrimas de sangre” a Salvador Allende, Pablo Neruda y Víctor Jara en nombre de “Nosotros, los pueblos”.

Concibió luego La Capilla del Hombre —que la UNESCO declaró “proyecto prioritario” — como un “canto de amor a América”, a su destino establecido desde la afirmación de las culturas maya-quiché, azteca, aymara e inca, con la evocación de sus símbolos, su cosmogonía, sus animales y plantas, según textos sagrados como el Popol Vuh, el Libro de los Libros de Chilam Balam, los Anales de los Cakchikeles, la filosofía náhuatl, la poesía inca y el mestizaje de la sangre y de la lengua, que es como otra sangre. Y, tras la representación de las diversas formas de morir de las poblaciones latinoamericanas —allí estarán desde los niños en las minas del “cerro maldito” de Potosí y de otras minas y otros cerros, hasta las “Madres de la plaza”, de cualquier plaza de cualquier ciudad tras cualquier invasión o dictadura—, la lenta, grande y difícil victoria de nuestra cultura.

Al escribir Guayasamín: el hombre, la obra, la crítica [1], destacaba en el prólogo lo que consideraba como desmesura de los juicios sobre él, acorde, quizá, con la desmesura de su arte. Pero en La Habana cuando se le declaró pintor de Iberoamérica”, se me ocurrió que, de golpe, se transformaban en razonamientos que explican y, en cierto modo, anuncian esa declaración. Los críticos, como es lógico, anticipándose a los Jefes de Estado. He aquí algunas de esas opiniones: “el que se da la mano con “El Juicio Final”, de Miguel Ángel; el que se encuentra en la historia de la pintura con “Los desastres de la guerra”, de Goya y “Los fusilamientos del 3 de mayo”; el que desborda el “Guernica”, de Pablo Picasso”; “Guayasamín, gloria del mundo”; “uno de los descubridores de mundos que surgen en cada época y, sin duda, uno de los pintores más trascendentales de nuestros días”; “El mago de la pintura contemporánea”; “la crítica [...] lo pone junto a Picasso, Salvador Dalí, Tamayo, Alfaro Siqueiros y Portinari”; “Después de la muerte de Picasso, el pintor más grande que hay en el mundo es el ecuatoriano Oswaldo Guayasamín”; “Uno de los más excepcionales pintores de nuestro tiempo” “Miguel Ángel de la raza vencida”; “Con Cándido Portinari, de Brasil, y Rufino Tamayo, de México, Iberoamérica lo considera como uno de los tres grandes de su pintura [.. .]”; “su personalidad le sitúa entre los cinco o seis grandes maestros, como Picasso, Van Gogh, Ben Shahn y Buffet...”; “Guayasamín, el Dios pintor del Ecuador”; “Picasso de Iberoamérica [...]. Es posible que llegue un día a sobrepasar al extinto José Clemente Orozco”; “Pintor de los Andes [...] Pintor de las Américas [...] Titán de la pintura”.

Y no se trata solo de establecer “paralelos”: hay juicios más reflexivos. Por ejemplo, este: “Entroncado en la gran tradición del arte de Occidente, sostenido por la espina dorsal del Ande americano, Oswaldo Guayasamín anuncia a través de su pintura al hombre nuevo, rescatador de valores que hacen a la supervivencia de una especie mejor”. “Es el pintor más hábil que he frecuentado. Prodigioso en su arte y en su cultura, más bien supercultura histórica e internacional [...]. Otro factor notable y descollante de Guayasamín es aquel por el cual se convierte en el mejor pintor social-humano de América...”. (No he consignado las opiniones de ecuatorianos ni siquiera las de Jorge Carrera Andrade, Benjamín Carrión o Alfredo Pareja, a fin de que nadie trate de atribuirlas a una suerte de “patriotismo plástico”).

La parte de la realidad que escogió para su pintura fue la palpable, la visible: cuando Wifredo Lam ponía en escena en sus cuadros la selva americana con su aquelarre de demonios vegetales, cuando Roberto Matta reafirmaba en Europa la realidad del sueño y de la imaginación de América Latina; Guayasamín, que había pintado lágrimas poliédricas en el rostro de viudas y huérfanos, restos que la infamia fue dejando en las orillas del mundo, después les puso la sonrisa. Le preguntaron cuándo terminaría esa edad de la ira que pintó, y dijo que no lo sabía él, sino la Historia. Si a los que quedamos llegaran a preguntarnos cuándo terminará el tiempo del desprecio, cuándo es el futuro, deberíamos responder: “Hoy día”. Porque nos corresponde triunfar sobre el odio y la crueldad, hasta hacer un mundo nuevo, como si en él nunca hubiera habido crueldad ni hubiera odio. Casi, casi como si no hubiera muerte[2]. Ese será para América el verdadero testimonio y el mejor encargo que nos deja su obra.


Palabras en la exposición de Guayasamín celebrada en el marco de la IX Conferencia Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno (La Habana, 15 y 16 de noviembre de 1999)

[1] Guayasamín: el hombre, la obra, la crítica IDas Antlitz der Zeit -Guayasamín, Nürenberg, DA Verlag Das Andere, 1998, 418 pp.

[2] JEA: De la ira a la ternura, Bogotá, Organización de Estados Iberoamericanos, 1999 (Introducción).