miércoles, marzo 10, 2004

¡Y arderás en la hoguera del Invierno!

2.



Los habitantes de la ciudad doliente de peste están reunidos en la plaza grande que así acabó siendo conocida porque todas las otras se abarrotaron de ruinas
Fueron sacados de sus casas por una orden que nadie oyó
Mas según estaba escrito en antiquísimas leyendas habría voces venidas del cielo o trompetas o luces extraordinarias y todos quisieron estar presentes
Alguna cosa podía suceder tal vez en el mundo antes del triunfo final de la peste aunque fuese una peste mayor
Allí están pues en la plaza angustiados y en silencio a la espera
Y después no se oye nada más que una dedicada y aérea música de clave
Cualesquiera fuga compuesta hace doscientas cincuenta años por Juan Sebastián Bach en Leipzig
Es entonces cuando los hombres y las mujeres sin esperanza se dejan caer en el pavimento estallado de la plaza
Cuando la música se aleja y vuela sobre los campos devastados


Siempre será la misma historia y no se si podré escribirla igual ni una sola de las veces que la lea. Lo mismo me sucede con Augusto Monterroso, doy vueltas y más vueltas sobre sus cosas y no consigo sino leer, maldecir, ya lo han dicho y cómo, que hostias puedo hacer sino callarme y leer, leer como un animal desesperado, como un alma en pena, como el desdichado, como cualquiera que esté en su sano juicio. Era un poco tarde ya cuando el funcionario decidió seguir de nuevo el vuelo de la mosca. La mosca, por su parte, como sabiéndose objeto de aquella observación, se esmeró en el programado desarrollo de sus acrobacias zumbando para sus adentros, toda vez que no sabía que era una mosca doméstica común y corriente y que entre muchas posibles la del zumbido no era su mejor manera de brillar, al contrario de lo que sucedía con sus evoluciones cada vez más amplias y elegantes, en torno del funcionario, quien viéndolas recordaba pálida pero insistentemente y como negándoselo a si mismo lo que él había tenido que evolucionar alrededor de otros funcionarios para llegar a su actual altura, sin hacer muco ruido tampoco y quizá con menos gozo y más sobresaltos pero con un poquito de mayor brillo, si brillo podía llamarse sin reticencias lo que lograra alcanzar antes de y durante su ascenso a la cumbre de las oficinas públicas. Lo escribí hace unos años y vuelvo sobre ello, lo diré las veces que haga falta pero este relato se leerá no solo en los libros de Augusto Monterroso. Imprimiré copias del texto, mondo y lirondo, y las lanzaré por las calles, también por la Calluca, en San Vicente y por Sorriego en los alrededores del Nuevo Nalón, que imita a la perfección un estadio berlinés con la naturalidad con que lo hacemos todo aquí. Después, venciendo el bochorno de la hora, se acercó a la ventana, la abrió con firmeza, y mediante dos o tres bruscos movimientos del brazo el antebrazo y la mano derechos hizo salir a la mosca. Fuera el aire tibio mecía con suavidad las copas de los árboles, en tanto que a lo lejos las últimas nubes doradas se hundían definitivamente en el fondo de la tarde. Simple y sencillo, marcando desde luego el territorio con fuego, a quién no apetece dar un manotazo a la mosca de una vez por todas