jueves, febrero 17, 2005

"FOR THE MOON NEVER BREAMS, WITHOUT BRINGING ME DREAMS OF THE BEAUTIFUL ANNABEL LEE"



PARA ANTÓN

© Francisco J. Lauriño, 1989-2005.

Aun la edición de nuestras vidas conserva arena de aquellas playas. Gramos minúsculos, casi desaparecidos pedazos entre los pliegues del forro, reforzando la nostalgia, el ubi sunt dominador que retrotraiga nuestro discurso al suave idilio de otras eras.
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Nos conocimos hace mucho, mucho tiempo, cuando la poesía -nuestra poesía-, entre vaivenes de prófugos otoños y de sustancias etéreas, deambulaba por una vida intensa y capaz, insumisa, atolondrada, seria, veraz, con risas estrambóticas y perdidas miradas de apocalipsis -soñando en la meta dorada de como una París llena de demonios y de ruinas, dinosaurios, cráteres lunares que no sabían conversar en español-, y golondrinas, y licores espirituosos. Teníamos esa confianza de los inocentes y veíamos paraísos por todas partes, hasta que, con indecible puntualidad, descubrimos el Laberinto (el LABERINTO). Desde Erix, el Erix lovecraftiano, hasta Jorge Luis Borges hemos ido pasando páginas y páginas y páginas no exentas de Allan Poe, en suaves, melifluos y/o ácidos purgantes-estimulantes-desinfectantes: rock’n’roll, marginalidad, Panero, beat, clásicos, generación, blues (blues)… hasta un conjunto de "n" elementos distorsionados.
Y, entretanto, nos maldijeron. ¡Ah, malditismo feroz, desencantado! Porque no era, no es, bajo ningún concepto, poesía "moderna" (¿modernista?), "actual", "al uso". Honra a su autor la consecución de poesía "impura", "viciada", "inteligente". Nada más repelente, sin faltar a los clásicos -que no son, precisamente ellos, quienes tienen las culpas, sino quienes los enmascaran para hacernos ver algo que no son-, nada más repelente que el fatuo atildamiento de los inefables verdugos -hipócritas, curanderos de la estética- que, con el hacha de la lengua y de la inmeditada verborrea, pretenden darle al soniquete del purismo -pero son bastardos- y lo consiguen y lo ponen de moda y a nosotros nos da la risa porque le época de poder pronunciar el punto de la "i" se queda muy, muy lejos del siglo XXI, nuestro siglo. Sí, nos maldijeron, como si de veras pudiera existir una poesía, un poeta, que no fueran malditos (y yo recordé a Rimbau, a Verlaine, a Cernuda, a Corso, a Panero, a Ginsberg, a Pasolini, a Góngora).
Este es un Laberinto, o el Laberinto… "de vivir". Y un blues, muchos, muchísimos blues -tácitos, explícitos-, repetitiva melodía (¿monodia?) plañidera, amorosa, desesperada, desangrada. Es una de las culminaciones que pacientemente espera la venida de sus complementos como ella misma es un complemento a miles de ideas (morfológicamente realizadas o no), a tremendas filas indias de ideas, que, como un sarpullido primaveral pero eterno de inevitabilidad romántica, se arrastran por la piel literaria de este Autor, que tantas veces ha sido como yo mismo -mi Otro Yo (?)-.
("Se nos han llevado todos los paraísos… ni siquiera queda un miserable fondo de catálogo").
Una conversación con el Ser, con el No-Ser. Una acabada transgresión de la realidad para alzarse con la ley de la calle y llevarla hasta los insondables límites de la imaginación realista, cruel y bien timbrada ("pasa la poli y los guxanos del tiempu y / Nun arreparen pal home perdíu nel camín / Un home amoriando poles ceres / referviendo dalgún nome de muyer"), delimitada hasta el más gracioso infinito por las letras sublimes del amor -pensando en ella, siempre en ella: cambiante, metamórfica paloma de hiel y de espantos ("queden les forgaxes esparramaes / pol suelu’l carpinteru / les forgaxes que dexaron desnudu al ataude / como te dexará esa muyer desnudu / el cuerpu")-.
Así es como ha llegado -¿puede?, ¿podría?, ¿podrá?- la ontología (con perdón) a la poesía (o viceversa) y encarcelando actos de amor y prendas de materia en laberintos, repta, repta como el fantasmagórico poema teórico de Luis Cernuda, en busca de su Propia Realidad. Y desestima, en ello, ¡oh paradoja!, lo teórico, lo vil, lo amordazante, y se alza con el triunfo, con su triunfo, descubriendo el misterio opalino que desde Poe a Pessoa raja el alma, pincha el entendimiento, encandila la conciencia enardeciendo las luminiscentes cabelleras de los jóvenes-eternos-poetas-jóvenes despreciados por el público y la crítica cítrica. Y sin paraísos. Sin Annabel Lee, rota en su mar de muerte enceguecida, endiosada, nuestra. Sin viejos tiempos, old good times ("me dijeron que facía muitu tiempu que nun le vían las ridículas barbas pur eillí; ellus piensan que tá muertu, que murriú una nueite de tuntería en Valpurdis; fai muitu tiempu que nun veu pul Madison rostrus cunucíus; pa mín que tan tous muertus ya quiciabis you tamién"), pues están MUERTOS.
Después del Blues del Llaberintu un sabor de acidez quema la boca y graba a fuego en la intimidad los gritos melódicos de un hombre solo. Es como el grito desesperado de Catulo, o la plena melodía de Safo de Lesbos, o el sufrimiento del romance, o la dolorosa contención renacentista de Garcilaso, o la estentórea garra de Espronceda, el espíritu "teatral", la farsa constante (continua, divina) de la poesía escrita y sentida, el fingimiento adusto de la vida de miles de poetas escandalizando al mundo. De Caeiro a Alberto Vega, de fray Luis a Juan de Mairena, de Benjamín Mateo a Panero, de Bécquer a Baudelaire… … Es, además, la hez maldita que regresa, como en líquido, en lamento rockero, retornando a los orígenes del sueño: "si la escalera un baxa del cielu / los esclavos xubirán en ascensor".
"A la luna de los Doors, los Jam, la Janis, Pogues, Otis, Dream Syndicate o Loquillo" (sic), a la luna, tomando la luna, así es como las ideas desfilan, se pierden rumbo a dios y su nada inconclusa, por las tétricas y amables calles del laberinto de cristal -muros de Erix, del Erix lovecraftiano, casi de La Felguera, ¡qué más da!-, para verse vaciados a la fama desde los misteriosos moldes de la realidad, desde la sumisa incontención revolucionaria que frecuenta estos adioses de palingenesia asturiana.
Un libro-con-premio, que era lo que Antón venía mereciendo desde hace mucho tiempo.
Pablo Antón Marín. Cementeriu Marín (¿Valéry?). No. Es un cementerio. Es un poeta-vertedero de cadáveres, un "muertedero", ruines, un fracasu (¿sólo ún?), llárimes etenres, orbayu, tremor, tristura, recuerdu, escaecer, sangre verdín… ¡qué letanía!, ¡cuánta sangre de fiebre y de noches en vela pensando en el sinsentido de esta vida para llegar a un instante de sintaxis medida y de palabra estética alumbrando los folios de un libro-relicario que ha de ser pienso o medicina de acción solidaria!, ¡cuánta fe en la incredulidad!, ¡cuánta felicididad deshecha!, ¡cuánta pacífica violencia!, ¡cuántos sueños trizados!, ¡cuántos violines, cuántos paraísos vagamente perdidos!, ¡cuánto dolor en estos versos de flor carnal y sincera!
Esta es la llave que abre la puerta del infierno. Es la llave que abre la puerta del sufrimiento literario -una vez más-, del pinchazo que en el hipotálamo produce la escritura -ese vértigo tan nuestro-. Es la llegada del miedo, la llegada del S.O.S., al putrefacto sálvesequienpueda entre las letras del no-futurismo, de las teclas hinchadas, tumefactas, de una máquina de escribir que gesta los sueños más contundentes, las realidades más oníricas.
Entretanto nos cambiaremos de dedos, de ojos, y trataremos de leer con los codos, con la barbilla, con la frente, escuchando el maullido de los gatos del ayer.
Entre sorbo y sorbo de vino blanco.

(Prólogo a Blues del Llaberintu, solicitado por Pablo Antón Marín Estrada, autor del libro, y luego no publicado. Se publicó con variaciones, como reseña del libro, en la revista Rey Lagarto, núm. 2, año I, 2º trimestre 1989, Langreo.)