martes, septiembre 28, 2004

H. P. LOVECRAFT, MITO DEL SUBSUELO*




De una tierra pródiga en escritores, como continuando una tradición que hubiera de ser lógica por lo espacio-temporal, incluso por lo temático, surge un hombre cuya leyenda le ha asignado cualidades tan negativas, funestas e irracionales que, por ellas, podría haber sido el protagonista más amorfo de cualquiera de sus relatos de horror. La tierra, Nueva Inglaterra (Providence, para ser exactos); el autor, Howard Philips Lovecraft, cuyo auténtico rostro ha venido siendo muy deformado con el paso del tiempo, porque la leyenda a menudo ha confundido la ficción con la realidad y el mundo con la literatura. Trataremos modestamente aquí de hacerle algo de justicia, intentando eliminar la deformación.

Nació Howard P. en 1890 (20 de agosto) y vivió durante 47 años hasta que, en 1937, un cáncer se lo llevó definitivamente al lugar común de muchos de sus relatos. Cuenta Fernando Savater(1) que durante sus últimos días, en el hospital, escribió un diario; y cuenta, además, que en el día final de su existencia anotó -él, precisamente él, acusado de ampulosidad, exceso de adjetivos y artificiosidad por la crítica más lineal- anotó una sola palabra: “dolor”. Este es un grito gráfico, cinco letras, cuatro en inglés -“pain”-, que son punzantes, agudas, chirriantes y que conllevan en sí cualquier adjetivación que, expresa, sería prescindible. Y esto, creemos, no deja de ser un retrato mucho más acertado que el que dan algunos de sus biógrafos. Esto, pero también las casi 10.000 cartas que escribió a lo largo de su vida y que retratan a un ser más divertido que fotofóbico, más afable que tenebroso, más humano que divino.

Al escrito de Providence se le ha atribuido la gracia de haber creado una mitología sistematizada, pero no es cierto (y el desmentirlo es tarea íntimamente relacionada con el intento de deshacer la deformación a la que antes hemos aludido). No se puede estar de acuerdo con interpretaciones místicas ni míticas de su obra. Los “mitos de Cthulhu”, con este nombre, son un invento de August Derleth(2) , que se aprovechó comercialmente del tema(3) , y de algunos “estudiosos”, pero Lovecraft jamás intentó crear ninguna “mitología”, al menos intencionadamente, siempre y cuando entendamos ésta como algo sistematizado -pues sabidas son sus incursiones dentro del terreno mitológico tanto clásico como dunsaniano-; crea una “mitología” de paso, que es lo que da pie a la artificial sistematización posterior. Su obra, tomada globalmente, es la mejor prueba de ello: solo alrededor de catorce de sus cincuenta y pico relatos conocidos pertenecen al artificialmente denominado “ciclo de Cthulhu”.

Por otra parte, el hecho de que Lovecraft crease monstruos no significa que creyese en ellos -pues ese es el problema: no sólo se le hace ser el creador de un sistema mitológico perfectamente construido, puede que sin él saberlo, sino, además, se le hace creer en él a pies juntillas-, ya que esa no puede ser la actitud de un hombre que siempre se pensó -y actuó- como “racional”…; quizás tanto que tenía que prescindir, inclusive, de un mito tan antiguo como el del dios. Por eso mismo, la creación de nuevos “mitos” con ambiciones, digamos, pseudorreligiosas, es inviable. Además, si hemos de atribuirle la increíble capacidad de creer en sus propias invenciones, no podemos olvidar que también es el autor -o el difusor- de una extensa bibliografía apócrifa (el Necronomicón, De Vermis Mysteriis, etc.) de la que, en ningún caso, se nos ha dicho que tratase de encontrar ejemplares en bibliotecas reales, así como de una no menos extensa geografía inventada -eso sí, dentro del oportuno marco de Nueva Inglaterra, que tan bien conocía-: Arkham, el río Miskatonic, Dunwich o Innsmouth, por ejemplo, que se conecta de manera muy directa con el tema del terror gótico, sobre el que más adelante incidiremos. En este sentido, son claramente ilustrativas las palabras de Sandy Robertson cuando afirma, refiriéndose a Lovecraft: “…era un firme racionalista que no tuvo paciencia alguna con cualquier tipo de galimatías místico en toda su vida. Para él, la sabiduría mágica era sólo algo que usar para mantener el suspense en sus cuentos, y nada más. A pesar de todo, incluso su amigo Frank Belknap Long -quien más o menos acepta la postura materialista de Lovecraft- dice: ‘Fue un soñador de la noche, un explorador del Gran Desconocido en un sentido blakeano, lo supiera él o no’. Muchos estudiosos se han acogido a esta idea -que Lovecraft estaba en contacto con entidades ocultas sin ser consciente de ello- dando la vuelta a su rotunda negación de la magia”(4) . En todo caso, lo que pretende el escritor de Providence es meter miedo -como así lo prueban sus declaraciones (5)-, y, en parte, lo consiguió, aunque haya relatos en los que el miedo no importa y en los que se marca con profundidad una vertiente onírica, fantástica o de apasionante ficción social (Kadath, Randolph Carter o Erix son, en este sentido, tan falsos -literarios- y tan “reales” como Cthulhu). Y cuando nos mete miedo no sólo lo hace con el monstruo -Cthulhu y su progenie-, sino también con la enormidad vacua del espacio infinito (como en “El color que cayó del cielo”, “Polaris”, “Del más allá”, “El susurrador en la oscuridad”, etc.), con la muerte (tema recurrente, mas muy claro en “Herbert West: Reanimador”, “Aire frío”, “El extraño”, “En la cripta”, etc.), con lo desconocido (“En los muros de Erix”), con las profundidades oscuras y fungosas (“Encerrado con los faraones”, “Las ratas de las paredes”, “El Ceremonial”, etc.) o con casas viejas y desvencijadas de extraños habitantes (“El grabado en la casa”, “El horror oculto”, “El Morador de las Tinieblas”, etc.).

Es decir, que nuestro autor no era un místico-mítico, ni siquiera un visionario (aunque sí un soñador): a Lovecraft le repelían sobremanera todos los elementos que en el cuento de horror, extraliterariamente -el uso del argot, por ejemplo-, tuvieran entronques directos con sectas, ocultismo, magia negra, etc., e incluso descalifica, en parte, a Algernon Balckwood(6) , uno de sus autores favoritos, por su desaforada afición a usar toda esa parafernalia (que, ciertamente, en este autor tenía mucho que ver, al parecer, con un intento de proselitismo -él mismo, dicen, era miembro de algunos de tales “misterios”- que con una inclinación al disfrute estético-terrorífico sano del lector). Lovecraft era, sobre todo, un gran inútil para el mundo, que se refugió, por fortuna para nosotros, en la literatura (no sólo como escritor, sino también como insistente lector de las mitologías grecolatina, hebrea y árabe -de las que llegó a ser gran conocedor- y de la literatura inglesa, sobre todo en sus vertientes más macabras), y que lo hizo por amor al arte, pues sabido es que consideraba “indigno” vivir de sus escritos(7) . H.P.L. siempre mantuvo la actitud de un caballero inglés (dandismo) del siglo XVIII, dada su educación en la creencia de que era diferente de los demás norteamericanos, de la “chusma” de su época (esos negros simiescos y esos amarillos taimados, retratados en algunos de sus relatos, que le valieron los calificativos de racista y de xenófobo(8)) . Pero esta actitud caballeresca (dieciochesca), conlleva una contradicción. Es paradógico que quien mostraba un altísimo interés por todo lo relacionado con el progreso científico fuese precisamente un gran detractor de todo lo nuevo -que también es lo desconocido- y que, además, crease un nuevo sistema para aterrorizar mediante la letra impresa, sabiendo separarse, justa y medidamente, de sus más directos modelos -que son los tradicionales-. Su veneración por el siglo XVIII (que es, precisamente, el siglo de la razón y un siglo en el que, al igual que en el XX, lo nuevo -que tanto le repugna- también desborda al hombre) entronca, por un lado, con el interés por el progreso que le lleva a tener conocimientos muy amplios de física, química o geometría (evidentes en relatos como “El color que cayó del cielo”, “En los muros de Erix”, “En la noche de los tiempos”, “El horror de Dunwich”, “Del más allá”, etc.), y a firmar una columna sobre astronomía en un periódico local; pero, pero otro lado, le lleva a abominar del sacrilegio que significa conquistar ciertos secretos (es como si, en el fondo -y a pesar de su ateísmo-, pesase la idea previamente lanzada por el Frankenstein de Mary Shelley: hay cosas que sólo pueden ser dominio de la divinidad y, ¡ay de aquellos que se atrevan a descubrirlas para el hombre!, lo que no deja de tener implicaciones con el Romanticismo).

A la luz de lo visto se pueden sacar algunas conclusiones: lo racional, lo “científico” -no lo místico-mítico- llevan a H.P. a crear determinados “monstruos” (mitos) y determinados ambientes, pero él reconoce que sólo pueden ser literatura por esas mismas razones científicas y racionales y por su propia formación literaria y humanística -al igual que su maestro Lord Dunsany y a diferencia de Balckwood-. El físico y filósofo José Manuel Sánchez Ron dice: “Aunque adornadas y distorsionadas para hacerlas más horrorosas y literarias, las historias del escritor de Providence sobre las criaturas que vienen de Más Allá, contienen elementos de sus creencias a cerca de la evolución biológica del Universo. Dicho de otra manera: están construidas sobre la base de sólidas convicciones científicas de su autor (…). Como creía que todos esos fenómenos habían sucedido una ‘infinidad de veces en el pasado -planetas que nacen y generan una vida diversa; evolución y cultura que siguen; y la muerte y el olvido borrándolo todo’, ¿por qué no pensar que ‘el siempre probable efecto de marea que produjo el sistema solar tiene homólogos suficientemente próximos en el tiempo que hacen probable la sobrevivencia de sus resultados vivientes?’. Y si esto es así, ¿por qué no aceptar la posibilidad de que esos productos (…) hayan visitado o visiten nuestro pequeño planeta azul? Una dificultad es, por supuesto, el modo de transporte, y por eso los ‘monstruos’ (…) lovecraftianos creían que Einstein estaba equivocado y que era posible viajar con velocidad superior a la de la luz. En cuanto a medios más pedestres, Lovecraft no creía en la posibilidad de que los meteoritos sirviesen de vehículos para tales transportes, a pesar de que utilizó esa idea en ‘El color que cayó del cielo’. En este sentido escribió a uno de sus corresponsales: ‘Es realmente improbable que cualquier materia en condición que reconocemos como orgánica pueda apañárselas para ir de una órbita a otra bajo las arduas condiciones del vuelo meteorítico(9)” . O sea, que esas criaturas son materiales (condición incompatible con seres superiores o dioses) y que, además, puede que estén imposibilitadas de venir a la Tierra por motivos de transporte… (¿puede un dios tener problemas de transporte?). Lo creado, por supuesto, es un horror sutil basado en las implicaciones espacio-temporales, en los inmensos vacíos estelares, cuyos pobladores no son más reales que otros monstruos tradicionales (por mucho que nuestro escritor “justificase” su existencia con motivos “científicos”, que no dejan de ser literatura basada en sus conocimientos); ni Bram Stoker, pensamos, creía en su Drácula, ni Gustav Meyrink en el mito del Golem (sobre el que escribió una novela)…

La contemplación mítica-mística-visionaria del escritor de Providence también ha sido, en parte, resultado de interpretaciones muy directamente ligadas al underground y al movimiento psicodélico de los años 60 y 70; a Lovecraft se le veía, casi, como un adelantado, como una especie de profeta prediciendo las posibilidades que, ya en esos años 60 y 70, “abrirían” el LSD y la cultura de la droga a la mente humana. Lo que no deja de ser otra distorsión más, otro error, resultado evidente del tratar de utilizar la literatura para fines poco claros (o demasiado claros, según se mire). Rafael Llopis nos describe cómo, en interpretación hippy, el mago de Providence no es más que un ridículo fantoche en escenarios de cartón piedra, de plástico y de infantiles colorines (10).

En todos esos afanes por “mitologizar” la obra de H.P., se ha dejado de lado uno de los aspectos capitales de la misma: el de la tradición gótica terrorífica norteamericana, que está muy por encima del mundo de sueños y de “mitos”. Como dice Jesús Palacios: “Por el contrario, Lovecraft pertenece por muchos motivos, de personales a literarios, a otra tradición que pasa obviamente por Nathaniel Hawthorne y sus puritanos, por Melville y su Nantucket y por Poe y su Virginia. Un mundo rural y costero en el que sus habitantes, desde los aristócratas decadentes cuyas familias han degenerado hasta la locura a lo largo de infinitos matrimonios consanguíneos, pasando por los campesinos y marinos, cuyas costumbres sociales y sexuales dan por resultado descendientes de aspecto poco menos que inhumano…(11)” . Es, por lo tanto, mayor el peso de los “monstruos cotidianos” que el de los oníricos o “míticos”. Lovecraft nos recuerda mucho, por ejemplo, la sutilidad de los terrores “hereditarios” y las reflexiones que sobre el poder del mal desata Hawthorne (aunque en Lovecraft exista una asepsia muchísimo mayor sobre la dicotomía bien/mal) en La casa de los siete tejados o las inquietudes perfectamente “reales” que aparecen en relatos del mismo autor como “El velo negro del ministro”, “La marca de nacimiento” o “La hija de Rappaccini(12)” . A este respecto, no podemos ser del todo ajenos a considerar un relato como “El terrible anciano”, cuyas imbricaciones hawthorneanas son muy claras.

Pero aún hay más, hay otros ingredientes que empequeñecen el mito; por ejemplo, el que representa el gran protagonismo concedido al paisaje, pues, en palabras de Francisco Nieva, en Lovecraft “la descripción es relato”, a los paisajes siempre les sucede algo, son “paisajes-personaje(13)” en los que se encuentra, nos parece, uno de los más importantes resortes del terror lovecraftiano (que se da tanto en la vertiente onírico-lírica, como en la gótica y en la de ciencia-ficción).

Y es que ese Lovecraft, criatura del subsuelo; ese underground pretérito, tímido, goloso y materialista, leído y gozado tanto por públicos completamente ajenos a los placeres literarios como por impenitentes lectores habituales, y excelentemente considerado por Borges; este ser apasionante y extraordinario, no fue el creador de mitología alguna (lo serían sus acólitos) porque, sabiendo de él que era un ateo declarado, y por lo tanto un descreído completo, nos parece mucho más acertado asignarle el mérito de haber creado un sistema alegórico conectado con una forma literaria de observar el mundo, que en su caso era un mundo bastante hermético, interiorizado y comprimido (no confundir con tenebroso, negro y cadavérico, como a menudo se ha hecho); un mundo desconectado de la realidad, dominante y cosificadora, que él prefirió desconocer en algunos de sus aspectos. En todo caso, a nosotros, como a Eduardo Haro Ibars , nos “es poco menos que imposible presentar o analizar seriamente a Lovecraft”, y puede decirse que forma parte de nuestro “paisaje interior habitual, como los recuerdos de las ciudades en las que hemos vivido, como las caras de nuestros más antiguos amigos…”.


* Todos los relatos de H:P:L. citados en el presente artículo están publicados en castellano en las colecciones siguientes: El Sepulcro, Ediciones Júcar, Madrid, 1974, ed. de E. Haro Ibars; Viajes al otro mundo, Alianza Editorial, Madrid, 1980, ed. de Rafael Llopis; Los mitos de Cthulhu, Alianza Editorial, Madrid, 1985, ed. de Rafael Llopis; El horror de Dunwich. Alianza Editorial, Madrid, 1988; Dagón y otros cuentos macabros, Alianza Editorial, Madrid, 1989, y En la cripta, Alianza Editorial, Madrid, 1989.
1. L.: Terrores y Obsesiones, Seminario dirigido por F. Savater, Universidad Internacional Menéndez Pelayo, Santander, 27-31 de agosto, 1990.
2. Por mucho que Los mitos de Cthulhu, op. cit., haya sido la puerta por la que muchos aficionados actuales hemos descubierto a H.P.L., en este libro, compuesto por 21 relatos, tan sólo se recogen 6 de L. (uno en colaboración con A. Derleth). Su título obedece a criterios que consideramos comerciales.
3. Véase, si no, A. Derleth, El regreso de Cthulhu, Alianza Editorial, Madrid, 1985. De todas maneras no puede obviarse que este mismo autor fue el responsable de la edición correcta de toda la obra lovecraftiana (después de la muerte de H.P.) a través de su editorial “Arkham House”.

4. S. Robertson, The Aleister Crowley Scrapbook, Samuel Weiser Inc., Maine, 1988, citado en El Grito, núm. 3, Verano 1990, pág. 23. Sobre la defensa del tema del contacto con lo oculto, pueden verse, de Kenneth Grant, Outside the Cricles of Time y Cults of the Shadow, también citados en El Grito.
5. H.P.L., El horror en la literatura, Alianza Editorial, Madrid, 1984, “Introducción”, págs. 7-12.
6. El horror en la literatura, op. cit., pp. 95-96.
7. En realidad la mayor cantidad que cobró por un relato fue de 240 dólares (por “El horror de Dunwich”), y baste anotar que, en realidad, no publicó ningún libro de relatos en vida; tan sólo publicaba en revistas.
8.“Horror en Red Hook” es, quizás, el relato considerado como más racista de toda su obra.
9.“H.P.L. y los terrores espacio-temporales”, conferencia leída por el prof. J.M. Sánchez Ron en el Seminario de la U.I.M.P. (vid. Supra).
10. R. Llopis, “En busca del paraíso perdido”, introducción a su ed. de Viajes al otro mundo, op. cit., págs. 7-10.
11. J. Palacios, “L. y la tradición gótica americana”, El Grito, pág. 21; vid. nota 4.
12. N. Hawthorne, Wakefield y otros cuentos, Alianza Editorial, Madrid, 1985.
13. F. Nieva, “Arquitectura del terror en L.”, ABC, 19-VIII-1990.

Autor: Francisco J. Lauriño
(Publicado en Rey Lagarto. Literatura, Núm. 7, 1990, III)