POEMA ESTACIONAL, DE JOSÉ ADÁN CASTELAR
José Adán Castelar (Honduras, 1941), es un poeta casi desconocido en España. Colaborador habitual de prensa en su país, en el que reside, perteneció en su día a “La Voz Convocada”, un grupo poético de la ciudad de La Ceiba. A pesar de no ser ya lo que se ha dado en llamar un “joven poeta”, tan sólo ha publicado, hasta hoy, cuatro libros: Entretanto (1979), Sin olvidar la humillación (1987), la antología Tiempo ganado al mundo (1989) y el que ahora comentamos, que fue premio “Juan Ramón Molina”, de la Dirección General de Cultura de Honduras, en 1988, a pesar de haber sido compuesto hacia 1966. Lo que no quiere decir que lo escrito sea sólo lo editado. Deudor de César Vallejo y, en cierta lejana medida, del modernismo hispanoamericano, Castelar descubre en este poemario, con fuerza y con sensibilidad, un paisaje hondureño que, a veces, ha de ser descrito de manera prosaica, sin admitir sones musicales que podrían desvirtuarlo: “Ciudad volcada sobre el mar, a lo largo de la costa habitada / entre la oscilante constelación (donde se bañan ahora / cuerpos y besos) y la noche de lunas / fluctuantes”. Pero Poema Estacional también ofrece, en algunas de sus partes, una posible doble lectura: “A lo lejos, un dulce rumor crece. / y aquí, casi a mis pies, el agua sin dirección / corre hacia el mar”. ¿Será el agua del pueblo que marcha, aun sin cauce que la guíe, a librarse de la injusticia? Sobre todo, es este un libro amplio, bien dividido en cinco partes. Cada una de ellas es una unión de temas que se tocan, que se hacen conformadores los unos de los otros; por ellas desfilan tiernas odas, efectistas y muy límpidas, como “Cangrejo”; descripciones y lamentos de hombres y mujeres -o por hombres y mujeres-, que se arrastran por la vida conformándose con sus deberes y con sus desvelos (“Babú”, “Don Manuel”, “Ciudad: 6:30 p.m. (La Ceiba)”, “Sólo estelas en la mar”); o deliciosos poemas de amor (como “Madrigal”: “Nunca estuve tan cerca / de una llama dibujada / como cuando viví unos instantes / cerca de tus labios. / Su rojo quemaba suavemente / como un verano de niños, / y abría entre la nieve / algo de la tarde sobre el mar”). Pero es el paisaje, siempre el paisaje, el auténtico eje, junto con el tiempo, sobre el que rota todo el poder de estos versos, un paisaje siempre natural del que el hombre es un mero espectador (“Y los sapos, en el agua de los patos diurnos, / se hacen el amor bajo la luna”) y sobre el que el poeta trata de ejercer una especie de protección -el paisaje es, por tanto, suyo, representante él de todos los hombres “puros”- contra aquellos que desprecian las delicias de la sensibilidad y la belleza (así dice, evocando la imagen de la luna, “caída en el charco”: “Sube, pie de mi ronda, sube / hasta el balcón de la tierra y del cielo que, / como un verano de ojos, pueden destruirte / los que pasan”). Es esta una poesía “realista” en el sentido de trabajar con una realidad habitual, más que metafísica, que rodea al poeta; quizás su logro final se vea algo afectado por ello, pero no le cuadra el esteticismo a la manera de escribir de Castelar. Reseña de lectura de Francisco J. Lauriño (Rey Lagarto Núm. 7, 1990, III) |
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