La luz del sol robada
18 Muy cerca del lugar escogido para el nuevo campamento las cuatro mujeres que transportaban el fuego gritaron de desesperación. Nadie había muerto súbitamente nadie había sido alzado por los aires por las águilas mecánicas que los ocupantes lanzaban sobre los bandos fugitivos. Pero al apagarse el fuego sucedió la desgracia más temida de todas porque con ella llegaría el tiempo del pavor sin remedio de la negrura gélida de la soledad. Y la mitad de la horda sucumbiría con seguridad en la tentativa de arrancar una nueva lumbre en las ciudades ocupadas si tuviesen coraje para tanto. Se reunieron alrededor de las cenizas y allí mismo el jefe fue depuesto y las cuatro mujeres apedreadas pero no hasta la muerte. Porque los perseguidos estaban tan seguros de morir que respetaban la vida y probablemente por eso morían con tanta facilidad. Así comenzó aquella primera noche de oscuridad con toda la banda amasada en un nudo de sombra bajo el pálido y distante lucero de las estrellas. Como siempre hacían al finalizar el día se contaron y supieron que faltaba uno. Y cuando a pesar de su enorme miseria volvieron a lamentarse por este poco un niño dijo que había visto alejarse en dirección al puente a un hombre de la tribu y que eso fue después de apagarse el fuego. La noche fue como un lastre de lodo porque las estrellas estaban lejos y ardían fríamente. Y el día siguiente nació y pasó sin que se moviesen de allí comieron durmieron y algunos juntaron los sexos para no tener tanto miedo. Otra noche se levantó de tierra y vieron los lobos mecánicos que se llevaron consigo arrastras los diez hombres más fuertes. Sólo se alejaron cuando el sol comenzó a aparecer y aullaron de lejos con sus gargantas de hierro mientras de las heridas de los muertos goteaba la sangre. Entonces sobre el disco rojo vieron los hombres y las mujeres sobrevivientes un punto negro que aumentaba y barruntaban que el propio sol se iba a apagar. Hasta el momento en que distinguieron al hombre que corría hacia ellos el compañero que los había dejado hacía dos noches y que en ese hombre había también un punto luminoso. Una antorcha que traía en el brazo levantado y que era la propia mano ardiendo de la luz del sol robada. IN MEMORIAM ALLEN COHEN, POETA. |